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domingo, 30 de diciembre de 2012

Libros prohibidos

Sin embargo, yo me ahogaba en mi cerrado pensa­miento. Ante aquel hombre me sentía a veces como un pequeño intelectual árido y friolero, y deseaba pensar como él, respirar tan ampliamente como él. Por las no­ches, en un rincón de su taller, forzaba yo la controver­sia, la provocaba, deseando sordamente que me con­fundiera y me hiciese cambiar. Pero, gracias a la fatiga, se indignaba contra mí, contra el destino que le había dado una gran idea y le había negado los medios de transmitirla a este hijo rebelde, y nos separábamos en­colerizados y doloridos. Yo volvía a mis meditaciones y a mis libros desesperados. Él se inclinaba sobre las telas y cogía de nuevo la aguja, bajo la lámpara desnuda que teñía de amarillo sus cabellos. Desde mi cama-jaula, le oía resoplar y gruñir durante largo rato. Después, de pronto, se ponía a silbar entre dientes, suavemente, los primeros compases de la Oda a la Alegría, de la No­vena Sinfonía de Beethoven, para decirme desde lejos que el amor siempre vuelve al encuentro de los suyos. Ahora pienso en él casi todas las noches, a la hora de nuestras antiguas disputas. Y oigo aquel resoplido, aquel gruñido que terminaba en cántico, aquel sublime vendaval desvanecido. ¡Doce años hace que murió! Y yo voy a cumplir cua­renta. Si le hubiese comprendido cuando vivía, habría dirigido con más destreza mi inteligencia y mi corazón.
No he cesado de buscar. Ahora me acerco a él, después de no pocas búsquedas, a menudo agotadoras y de peli­grosos vagabundeos. Habría podido, mucho antes, conciliar la afición a la vida interior y el amor al mundo en movimiento. Habría podido tender más pronto, y acaso con mayor eficacia, cuando mis fuerzas estaban intactas, un puente entre la mística y el espíritu moder­no. Habría podido sentirme a la vez religioso y solida­rio del gran impulso de la Historia. Habría podido te­ner más pronto fe, caridad y esperanza.
En cinco años de estudio y de reflexiones, en el cur­so de los cuales nuestros dos espíritus, bastante diferentes, se sintieron constantemente felices de hallarse juntos, creo que descubrimos un punto de vista nuevo y rico en posibilidades. Es lo mismo que hicieron, a su manera, los surrealistas de hace treinta años. Pero, a diferencia de ellos, nosotros no hemos ido a rebuscar del lado del sueño y de la infraconciencia, sino en el otro extremo: del lado de la ultraconciencia y de la vigilia superior. Hemos bautizado así la escuela que hemos creado: escuela del realismo fantástico. No debe verse en ella la menor afición a lo insólito, al exotismo inte­lectual, a lo barroco, ni a lo pintoresco. «El viajero cayó muerto, herido por lo pintoresco», dice Max Jacob. No buscamos el extrañamiento. No investigamos los leja­nos suburbios de la realidad; por el contrario, tratamos de instalarnos en el centro. Pensamos que la inteligen­cia, por poco agudizada que esté, descubre lo fantástico en el corazón mismo de la realidad. Algo fantástico que no invita a la evasión, sino, por el contrario, a una más profunda adhesión.
Si los literatos y los artistas van a buscar lo fantásti­co fuera de la realidad, entre las nubes, es por falta de imaginación. Y sólo traen de allí un subproducto. Lo fantástico, como otras materias preciosas, tiene que ser arrancado de las entrañas de la Tierra, de la realidad. La verdadera imaginación es algo completamente distinto de la huida hacia lo irreal. «Ninguna facultad del espíri­tu se hunde tanto ni profundiza tanto como la imaginación: ésta es la gran buceadora.»
Generalmente se define lo fantástico como una vio­lación de las leyes naturales, como la aparición de lo imposible. En nuestra opinión, no es nada de esto. Lo fantástico es una manifestación de las leyes naturales, un efecto del contacto con la realidad cuando ésta se percibe directamente y no filtrada por el sueño intelectual, por los hábitos, por los prejuicios, por los confor­mismos.

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