Sin embargo, yo me
ahogaba en mi cerrado pensamiento. Ante aquel hombre me sentía
a veces como un pequeño intelectual árido y friolero, y deseaba
pensar como él, respirar tan ampliamente como él. Por las noches,
en un rincón de su taller, forzaba yo la controversia,
la provocaba, deseando sordamente que me confundiera y me
hiciese cambiar. Pero, gracias a la fatiga, se indignaba contra mí,
contra el destino que le había dado una gran idea y le había negado
los medios de transmitirla a este hijo rebelde, y nos separábamos
encolerizados y doloridos. Yo volvía a mis meditaciones y a mis
libros desesperados. Él se inclinaba sobre las telas y cogía de
nuevo la aguja, bajo la lámpara desnuda que teñía de
amarillo sus cabellos. Desde mi cama-jaula, le oía resoplar y gruñir
durante largo rato. Después, de pronto, se ponía a silbar entre
dientes, suavemente, los primeros compases de la Oda a la Alegría,
de la Novena Sinfonía de Beethoven, para
decirme desde lejos que el amor siempre vuelve al encuentro de los
suyos. Ahora pienso en él casi todas las noches, a la hora de
nuestras antiguas disputas. Y oigo aquel resoplido, aquel gruñido
que terminaba en cántico, aquel sublime vendaval desvanecido. ¡Doce
años hace que murió! Y yo voy a cumplir cuarenta. Si le
hubiese comprendido cuando vivía, habría dirigido con más destreza
mi inteligencia y mi corazón.
No he cesado de buscar.
Ahora me acerco a él, después de no pocas búsquedas, a menudo
agotadoras y de peligrosos vagabundeos. Habría podido, mucho
antes, conciliar la afición a la vida interior y el amor al mundo en
movimiento. Habría podido tender más pronto, y acaso con mayor
eficacia, cuando mis fuerzas estaban intactas, un puente entre la
mística y el espíritu moderno. Habría podido sentirme a la
vez religioso y solidario del gran impulso de la Historia.
Habría podido tener más pronto fe, caridad y esperanza.
En cinco años de estudio
y de reflexiones, en el curso de los cuales nuestros dos
espíritus, bastante diferentes, se sintieron constantemente felices
de hallarse juntos, creo que descubrimos un punto de vista nuevo y
rico en posibilidades. Es lo mismo que hicieron, a su manera, los
surrealistas de hace treinta años. Pero, a diferencia de ellos,
nosotros no hemos ido a rebuscar del lado del sueño y de la
infraconciencia, sino en el otro extremo: del lado de la
ultraconciencia y de la vigilia superior. Hemos bautizado así la
escuela que hemos creado: escuela del realismo fantástico. No debe
verse en ella la menor afición a lo insólito, al exotismo
intelectual, a lo barroco, ni a lo pintoresco. «El viajero cayó
muerto, herido por lo pintoresco», dice Max Jacob. No buscamos el
extrañamiento. No investigamos los lejanos suburbios de la
realidad; por el contrario, tratamos de instalarnos en el centro.
Pensamos que la inteligencia, por poco agudizada que esté,
descubre lo fantástico en el corazón mismo de la realidad. Algo
fantástico que no invita a la evasión, sino, por el contrario, a
una más profunda adhesión.
Si los literatos y los
artistas van a buscar lo fantástico fuera de la realidad, entre
las nubes, es por falta de imaginación. Y sólo traen de allí un
subproducto. Lo fantástico, como otras materias preciosas, tiene que
ser arrancado de las entrañas de la Tierra, de la realidad. La
verdadera imaginación es algo completamente distinto de la huida
hacia lo irreal. «Ninguna facultad del espíritu se hunde tanto
ni profundiza tanto como la imaginación: ésta es la gran
buceadora.»
Generalmente se define lo
fantástico como una violación de las leyes naturales, como la
aparición de lo imposible. En nuestra opinión, no es nada de esto.
Lo fantástico es una manifestación de las leyes naturales, un
efecto del contacto con la realidad cuando ésta se percibe
directamente y no filtrada por el sueño intelectual, por los
hábitos, por los prejuicios, por los conformismos.
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