Son muchas las personas, amigas o no, que desde el 15-M dan por
supuesto, guiñándome el ojo, que mi voz se unirá al griterío de la
tercera revolución francesa (¿no es francés el memo ése que se está
forrando con un par de libelos en los que sólo hay vaniloquio, azúcar y
santurronería?). Obedecerá, supongo, tan errónea convicción al
descrédito que los políticos, salvo muy contadas excepciones, me
merecen y a los estacazos que desde hace muchas lunas y algunos lunes
(los de El Lobo Feroz) les propino. Ahí se acaban las semejanzas con un movimiento que no hago mío, pues tampoco le concedo crédito alguno.
Indignado, vaya por delante, nunca lo estoy. Cerré filas con De
Gaulle frente a los galopines del mayo francés y las habría cerrado con
los legitimistas borbónicos en 1789 y con los mencheviques, los
zaristas y los rusos blancos en 1917 si en tales fechas hubiese estado
en edad de merecer.
Soy un conservador convencido por las razones de la experiencia y el
peso de la evidencia de que casi todos los cambios no evolutivos son
contraproducentes. Creo que la resignación del budista y el taoísta es,
frente a la indignación de los revolucionarios, los sollozantes y los
pedigüeños, virtud esencial y existencial del sabio perdida por
completo en esta Europa keynesiana del Estado de malestar que renunció in illo tempore al
paganismo y apostó por el judeocristianismo. Mi filosofía, además, se
resume en lo que dijo un filósofo presocrático: «Nada importa nada».
Los chicos del mayo español se quejan de los políticos y piden más
política, se quejan del Estado y piden más Estado, se quejan de los
poderes públicos y piden más intervención de éstos en la esfera de lo
privado, se quejan de la democracia y piden más democracia, se quejan
de los bancos y piden más créditos para hipotecar su futuro y
enriquecer con proteínas en metálico la sopa boba de la que se nutren,
se quejan de los partidos y funcionan como si su movimiento lo fuese, se
quejan de las deficiencias del Estado de Derecho y convierten el país
en puerto de arrebatacapas y campo de Agramante, se quejan de la
violencia de la poli y agreden a ésta, a los alcaldes, a los diputados, a
los ministros, al Gobierno (poco), a la oposición (mucho), a los
comerciantes, a los viandantes, a todo Cristo y a todo Judas… ¿Es eso lo
que entienden por democracia participativa?
A mí me basta con la representativa. Pago, como cada quisque, a unos
señores para que administren la cosa pública y no para que me permitan
o me obliguen a meter baza en algo que me aburre. Si un empresario
contrata a un contable es para quitarse de encima el muermo de la
contabilidad y no para fisgar en ella. ¡Estaría bueno! Cornudo y
apaleado… Gestionen la política los políticos con honradez y eficacia, y
déjennos en paz a quienes tenemos otras profesiones, vocaciones e
intereses.
En su derecho están los del Circo de Sol a no sentirse representados
por quienes tampoco a mí me representan, pero no se arroguen esos
llorones malcriados la representación de la sociedad en su conjunto,
careciendo de lo que presumen e incurriendo en lo que denuncian, como
si los electores y sus electos no perteneciesen a ella. Curioso
sofisma, estomagante reducción al absurdo y asombrosa caradura.
¿Por qué se creen con derecho al usufructo invasivo de lo que es de
todos? Si yo plantase un tenderete en el Kilómetro Cero para vender mis
libros, los municipales me desalojarían (y harían bien) a los cinco
minutos. ¿Qué ocurre, señor Rubalcaba? ¿No rezan las leyes con esos
chicos? ¿No habíamos quedado en que todos, ante ellas (pero sólo ante
ellas, no en lo demás), somos iguales? ¿Tienen, acaso, bula, inmunidad
no parlamentaria o patente de corso?
Duro con ellos, aunque no pido que los apaleen ni los encarcelen.
Basta con que los obliguen a copiar 100 veces en el encerado el libro El Antiguo Régimen y la Revolución, de Tocqueville, para que se enteren de que la libertad es incompatible con la igualdad. O la una, o la otra.
Lo peor de todo es la sarta de dislates que los quejicas nos
proponen para arreglar las cosas. Éstas, cierto, no pueden ir peor. Eso
es lo único en que coincido con ellos, aunque no lo haga en la
etiología del diagnóstico. Bastaría con que una décima parte de sus
exhortaciones llegase a puerto para que el fin del mundo cayese sobre
sus cabezas y las de su prójimo, incluyendo la mía. Todos los
protestones pasarían en 24 horas, como Groucho Marx, no del paro al
ocio (Racionero dixit), sino de la nada en la que nadan a la más absoluta miseria.
¡Venga, chavalotes, ya es hora de que metáis la impedimenta y la
ferralla en el macuto y volváis al hogar, si lo tenéis, del que nunca
deberíais haber salido! ¿Por qué no seguís el ejemplo de los japoneses,
después del terremoto, en vez de extender la mano y de poner el cazo?
¿Por qué no arrimáis el hombro, como los hombres de bien, y renunciáis a
la mendicidad? ¿Por qué no dejáis de imputar al prójimo la culpa de lo
que os sucede y admitís que todo ser humano es responsable único de su
dicha y de su desdicha?
Y por cierto… ¡Anda que no teníais mobiliario, enseres, víveres y
parafernalia de bazar de todo a mil en el rastrillo de la Puerta del
Sol! ¡Ni que fuese Ikea! ¿Quién pagaba todo eso? ¿Hessel? ¿Sampedro?
¿Sus editores? ¿Izquierda Unida? ¿Los bancos? ¿Los obispos? ¿Las
oenegés?
Bueno, bueno… Rectifico lo que dije al comienzo de este desahogo.
Indignado, pese a mi filosofía, sí que lo estoy, pero menos con
vosotros que con los citados Hessel y Sampedro, los clérigos buenistas
del parque jurásico de la autoayuda, los economistas aterrados y los
sedicentes pensadores -¡pensadores!- que parecen terroncillos de azúcar
cande a punto de disolverse en las naderías que escriben.
¿Se disolverán también los indignantes, a fuer de indignados, y será todo esto, a la postre, un mal sueño?
No sé, no sé… Puede que sí y puede que no. ¿Unhappy end?
Las tormentas desencadenadas en pocillos de café descafeinado
terminan a veces en calma chicha y posos inútiles para predecir el
futuro, pero también existe el efecto mariposa. Estornuda un octogenario ávido de royalties en París y zas: pandemia de E.colis habemus.
En 1788 el abate Sieyés -un curilla parecido a Hessel- publicó un panfleto al que puso por título ¿Qué es el Tercer Estado?
y su éxito entre los berzotas sin culotes fue fulminante. Pocos meses
después estallaba la Revolución Francesa y medio país subía al cadalso.
En 1848 apareció otro libelo ramplón -el Manifiesto comunista de Marx y Engels- y el fantasma del totalitarismo empezó a recorrer el mundo.
En 1905 se fundó en Rusia el primer sóviet, que pedía una democracia
participativa, y 12 años después asaltaba la horda del leninismo el
Palacio de Invierno y convertía el país en un infierno.
En 1925 apareció el primer tomo de Mein Kampf (cuyo título iba a ser Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardía…
¿Les suena?) y el 30 de enero de 1933 su autor, un indignado que se
llamaba Hitler y se autodenominaba Führer (palabra que significa
«encarnación del Espíritu Santo»), se convertía en canciller de
Alemania.
Luego llegaron el Libro Rojo de Mao Tse Tung y el Libro verde de Ghedaffi, entre otros de menor repercusión.
No bajemos la guardia. Líbrenos el sentido común de los culatazos de
la filantropía y de la vanagloria y narcisismo de quienes quieren
salvar el mundo. Los panfletos los carga el diablo. Son bombas de
relojería activada por terroristas morales disfrazados de Francisco de
Asís.
Hessel ya ha publicado otro libelo -Engagez-vous! (¡Comprometeos!)-,
igual de inane que el anterior, y anuncia para después del verano el
tercero. Lo firmará a medias con su compinche Edgar Morin, y así serán
dos quienes se forren a costa del analfabetismo imperante. Tendrá 60
páginas en vez de 30. No se desloman, no. Su título pone los pelos de
punta. Se llamará Aux actes, citoyens! (¡Al toro, ciudadanos!, que es una mona afeitada, y también, con la demagogia de costumbre, Le chemin de l’espérance).
Yo también quiero forrarme. Escribiré en francés un panfletillo de 30 folios con estilo de hoja de almanaque y lo titularé Aux larmes, citoyens! Aclaro, para los ninis, que los asesinos de María Antonieta gritaban Aux armes, citoyens! y que larmes significa lágrimas:
las que quizá no tarden en correr por nuestras mejillas. Malos tiempos
son éstos en los que hay que explicar los juegos de palabras.
¿Revolución? No, gracias. Ya hemos tenido bastantes y de sobra
sabemos en qué acaban. Evolución o, en todo caso, re-evolución, como
dice Jodorowsky. Los indignados de Sol se parecen a los descamisados de
Perón, pero visten, aunque muchos de ellos lo ignoren y sean sólo lo
que Togliatti y otros de su colla llamaban «tontos útiles», camisas
rojas (las de Stalin), negras (las de Mussolini), pardas (las de
Hitler), gris maón (sin hache intercalada… Viene de Mao) y azul
eléctrico (las de Franco). Sus gritos mudos pueden ser riaurriaus
que llamen a correr los sanfermines de la toma de la Zarzuela. Sus
manos abiertas pueden ser puños cerrados y saludos romanos. Sus
campamentos pueden ser campos de concentración.
No digo que sean todo eso, sino que podrían serlo en un futuro
orwelliano. Y, en todo caso, quienes los okupan, con ka de kaos, y
tantas simpatías despiertan entre los lectores de Punset, Coelho, Bucay
y otros tartufos de sacristía, no sirven a la sociedad, sépanlo o no,
sino al Leviatán del Estado.
Eso tiene nombre: se llama totalitarismo. ¿Volveremos a las andadas?
El hombre se complace en enumerar sus pesares, pero no enumera sus alegrías. F.Dostoievski
ResponderEliminarel hombre tiene una capacidad casi infinita para ser infeliz
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