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viernes, 28 de diciembre de 2012

DIAGNÓSTICO DEL HOMBRE MODERNO

 Primer síntoma: sobre la nostalgia

   El Romanticismo, como último momento de la nostalgia en la cultura europea, anuncia asimismo la imposibilidad de la nostalgia. Contrastando con ello el Neoclasicismo es, sin lugar a dudas, el ámbito genuinamente nostálgico.Las estéticas neoclásicas se fundamentan, todavía, en un ideal de armonía, en una unidad paradigmática de razón, belleza y bien, capaz de afrontar el
«desvanecimiento de Dios». Al arte se le concede un supremo poder mediador entre el hombre y el mundo. El espejo de la Antigüegad, superficie a la que se dirige la mirada nostálgica en busca de un canon armónico, refleja modelos de serena grandeza. Para el Romanticismo (que brota del Neoclasicismo como su continuador y su adversario) este espejo está ya roto. A la tensa nostalgia por preservar el ideal de armonía le sucede la comprobación de la inevitable «disonancia» del mundo. El paisaje mítico de la edad áurea (un orden, una belleza, una verdad) se rompe en pedazos ante la imposibilidad de la unidad ético-estética del hombre, ante la fragilidad y mentira de la razón.  
El individuo debe elegir entre dos opciones: «desprenderse del mundo», según postulan ciertos caminos románticos (Hölderlin, Novails), o aceptar heroicamente la condenación de vivir en un
«mundo sin ley» (Leopardi, Keats). Pero, en cualquier caso, ya no cabe soñar con un modelo, con un canon. El fin de la posibilidad de la nostalgia es ya una característica de la modernidad: al asumir la ausencia de paradigmas el hombre asume la in-armonía del mundo.

 Segundo Síntoma: sobre la naturaleza
   
Uno de los principales argumentos dramáticos de las poéticas románticas es la desacralización del mundo como marco del hombre moderno: la pérdida del diálogo sagrado entre el hombre y la naturaleza como consecuencia del rumbo hiperracionalista de la civilización occidental. Esta conciencia de escisión expresa, por un lado, la des-humanización de la naturaleza y, por otro, la des-naturalización del hombre. Sin embargo, también implica un giro decisivo en la función del arte. Frente la esperanza de concederle una potencialidad mediadora entre el hombre y la naturaleza (la Mittelkraft propuesta por Schiller) , el Romanticismo, como advertirá Nietzsche, reconoce el fracaso del arte como espacio metafísico de salvación. Tampoco la experiencia estética es capaz de reagrupar los pedazos del paisaje roto. Tampoco el arte se reanuda aquel diálogo sagrado irreversiblemente desvanecido para el hombre moderno. El artista sólo puede manifestar su libertad como exiliado, como extranjero al que, deseoso de patria, le corresponde un perpetuo peregrinaje a través de un mundo con respecto al que ya no se puede mantener una ilusión de unidad. El artista romántico, a pesar de su anhelo de lo sagrado, sentencia la desacralización del mundo.


Tercer síntoma: sobre la razón

Precisamente uno de los interrogantes más apasionados de las poéticas románticas concierne al poderío y límites de la razón humana para hacer frente a la pérdida de imágenes de la sacralidad. El Romanticismo, en oposición a las ideologías de las Luces, pone de manifiesto el rasgo fástico de la cultura científica desde el Renacimiento: junto al poder de la razón ha crecido, con igual fuerza, la angustia de la razón. Las tinieblas son compañeras inseparables de la luz del mismo modo que Mefistófeles lo es de Fausto. Por eso en la conciencia romántica se agolpan todas las dudas modernas con respecto al problema del conocimiento. Por eso la gran metáfora del «velo de Isis»- el velo que oculta el rostro último del saber- se eleva a metáfora central. ¿El hombre debe autolimitarse, autocontenerse, ante el conocimiento, o, por el contrario, con audacia fáustica, debe llegar a sus postreras consecuencias? ¿Es posible, frente al conocimiento-poder, rehabilitar la idea pretendidamente griega de un conocimiento-sabiduría? En esta última dirección la «Naturphilosophie» romántica postula una nueva unidad entre la física y la ética, entre la ciencia y la poesía. O, quizá, dicho de otra forma, la reabsorción del mythos en el logos, según el famoso programa juvenil de Hegel, Schelling y Hölderlin. Sus violentas dudas ante la función del conocimiento son un síntoma de la cultura moderna: las dudas del hombre que se debate en la enmarañada pluralidad de planos de la razón, de la conciencia, de la realidad.


Cuarto síntoma: sobre la creatividad
Estas dudas atañen privilegiadamente a la posición del artista en el mundo. Al socavar el mito intelectual del clasicismo el Romanticismo ultima la destrucción del espacio estético tradicional. Hundida toda posibilidad de paradigmas el arte debe caminar sobre el vacío de la no-verdad.
Al reconocer en su pleno alcance, esta circunstancia se desata la espectacular contradicción de la creatividad moderna, la grandeza y servidumbre del subjetivismo artístico: de un lado, la libertad de un arte que reniega de toda legislación y, de otro, el abismal sentimiento de orfandad de ese mismo arte para el que ya no son posible coberturas metafísicas y éticas. La radical autoconciencia de la libertad y orfandad por las que debe transcurrir el arte obliga al artista a una continua sospecha de su eficacia, cuando no de su propia virtualidad en cuanto creador. La crisis del artista, impotente ante la irresuelta conflictividad entre hombre y mundo, se expresa en la conciencia de fragmentación e insatisfacción que domina la creatividad moderna. 
Paradójicamente la crisis del artista  -en su relación con el arte y con el mundo- se encuentra ya presente en la exaltación romántica del artista: su subjetividad absoluta sólo puede manifestarse a través de una permanente crítica de su función y, por tanto, de su creación.

Es difícil, por no decir imposible, sintetizar en un texto la multitud de perspectivas ofrecidas por el Romanticismo. Los abordajes son tan distintos como distintos son, en sí mismo, esa «atmósfera» y ese «subsuelo» a los que denominamos románticos. Sin embargo, me atrevo a sugerir una página de Fausto en la que quizá se reunan, mejor que en ningún otro lugar, las insinuaciones más penetrantes con respecto a la significación y alcance del diagnóstico romántico. Está en la primera parte de la obra, al empezar la escena titulada Bosque y caverna. Fausto, solo, reflexiona sobre el alcance de la aventura. Agradece los dones del Espíritu de la Tierra. Ha conocido mucho y, asimismo, ha vivido experiencias más intensas que cualquier otro hombre. Hay, no obstante, una gran sombra que empaña su satisfacción: Mefistófeles le es ya  imprescindible. Se diría incluso más: Fausto es ya, asimismo, Mefistófeles. El conocimiento y la creación comportan también destrucción. La posesión implica vacío. Es un momento mágico porque en él se encarna, en su ambición y en su frustración, el destino del hombre moderno:
 
«Junto a esta delicia que me hace cada vez más cercano a los dioses me diste ese compañero, del que no puedo prescindir;aunque, frío e insolente, me humilla ante mí mismo y aniquila tus dones con el hálito de una palabra. En mi pecho atiza un fuego loco, afanado hacia aquella bella imagen. Así voy ebriamente del deseo al placer, y en el placer me consumo por el deseo.»

Extracto de "El Romanticismo como diagnostico del hombre moderno" Rafael Argullol



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